Estadista, redentor o manager
Juan Pablo Calderón Patiño
Una cena oficial en Bruselas salió
del protocolo y vino una sobremesa donde “diversas verdades emergieron”. Uno de
los anfitriones europeos con plena vocación por el europeísmo en el intento más
profundo de integración del orbe, la Unión Europea, dijo preocupado: “si la
guerra había sido el argumento para la integración por la paz, la circunstancia
histórica para la unidad la hicieron los estadistas europeos que supieron
entender esa rendija que da la historia”. Uno de los comensales sacudió
la conversación y el silencio se hizo cuando sentenció: “la crisis de la
política es tan grave que ha minado la capacidad de volver a tener estadistas,
a lo mucho administradores y en el peor de los casos managers de la tecnocracia
que buscan controlar variables de momento ahogando labrar el curso de otra
historia”.
Rodrigo Borja, ha señalado que el
estadista entiende muy bien que gobernar, administrar y agitar o ganar
elecciones son cosas distintas. El día a día, le corresponde al administrador,
la ruta histórica al estadista. El planteamiento es similar al que escribió
Richard Nixon en su libro “Líderes” en el que criticaba la visión de que
Estados Unidos necesita un gran hombre de negocios para conducirlo. Nixon, que
por su osadía en el Watergate perdió el lugar de ser uno de los últimos
estadistas de la Unión Americana en la postguerra, establecía que el
administrador representa un proceso, el líder, le toca trazar una dirección en
la historia. La victoria de Donald Trump, la de un empresario consentido sin
sentido mínimo de Estado, rompió la era de los políticos profesionales y
abrió un paradigma en el sistema político creador del presidencialismo con
contrapesos. En México, el “gabinete de empresarios” que presumió Vicente Fox,
formado en la Coca-Cola, dio al traste al “bono democrático”.
El empresario devenido en político pragmático, fue un fiasco. Intento ser un
gerente.
El estadista no está solitario ni es
el redentor cercano más al pontificado que a la acción. Si la acción
política por naturaleza es comunitaria evitando personalismos quijotescos
que antes de nacer ya están muertos, los partidos políticos son el cauce y el
semillero de la formación de lo que debería ser sentido de Estado; visión
estratégica, prevención en seguridad nacional, garantía de autonomía de la vida
institucional y que el gobierno como brazo político del Estado garantice el
desahogo puntual de las demandas públicas en políticas públicas. Los
partidos políticos, aún vilipendiados, serán necesarios para que la democracia
retome las bandas paralelas de elección, participación e inclusión. Una
“aristocracia tecnológica” que capture los riesgos de ingobernabilidad en su
control no ayudará a afianzar la democracia. Confundir movimientos
sociales con un partido unipersonal del que se considera el líder el único
capaz de ser un estadista por designio histórico, será uno de los espejismos
del desánimo de la ciudadanía, pero más de sus simpatizantes. Pretender
“democratizar” a la mayoría en la identificación de que el nuevo ágora es la generalidad
del pueblo y que a todo se le debe dar su último veredicto, incluso en temas
técnicos, será caer en la sentencia de Norberto Bobbio, que advertía que “nada
es más peligroso para la democracia que el exceso de democracia”.
Un mundo demasiado chico y con un
entramado comercial de reglas y normas, el poder supranacional de un ramillete
de organismos, una ciudadanía global activa y que en tiempo real condena y
propone soluciones, no han creado la “saturación de la política”. La
internacionalización de la vida interior y la interdependencia, que menciona
Gino Germani, han hecho naufragar diversos experimentos no de estadistas que
podría ser mucho pedir, sino de clases dirigentes que rebasen ser élites
formadas para defender a ultranza determinada ortodoxia o interés
supranacional. En esa rendija, la victoria ha sido de la democracia por
procedimientos, pero sin esencia, porque en ella se drena la capacidad de que
los estadistas regresen sólo con reforzados engranes entre la movilidad social
y las instituciones de un Estado en transformación, no de redentores en el
desierto del ayer o managers que pretenden conquistar la vida pública con el
manual de la empresa privada.
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