sábado, 4 de enero de 2014

EL EXTRAÑO FIN DE "EL ONDEADO"

El extraño fin de Manuel Torres Félix, el Ondeado, o el M1 y su funeral

No hubo banda ni disparos de despedida, no hubo excesos, salvo por la presencia militar y por esas toneladas de flores que lo acompañaron hasta Jardines del Humaya, donde están los restos de su hijo Atanasio. Sobrio el funeral de Manuel Torres, hasta parecía el adiós de un hombre de bien.
Manuel Torres Félix le dijo a su gente que lo dejaran solo. Y le cumplieron: solo, solo, solo.
Sus exequias estaban lejos de ser las del gran capo, a pesar de los esfuerzos: pocos en su funeral, pocos en la San Martín del Zapata, en la colonia Guadalupe, donde hasta los soldados se mostraron desconcertados por la poca afluencia y abandonaron los retenes que habían aplicado en los alrededores. Y se quedaron ahí, nomás viendo. Dizque vigilando.
Quizá por esa soledad, terca y abrasiva, fueron compradas coronas yarreglos florales: llenar la oquedad con olores y colores monumentales, del piso al techo. Así inundaron la sala en la que estaba su féretro y sus familias y allegados, igual que los pasillos, durante los funerales.
Las florerías del sector tuvieron su repunte en las ventas: hubo coronas para el Ondeado, para el M1, de 500 rosas, a un precio de 10 mil pesos, y las más caras, de mil 500 rosas y otras flores, de 30 mil pesos, aunque esas fueron las menos. Cada uno de estos establecimientos comerciales logró vender tan solo en el primer día de velorio entre 12 y 15 coronas y otros arreglos.
Ataúd de faraón para un capo que se quedó solo. El féretro, metálico y chapeado en oro, junto con todo el servicio funerario contratado por la familia, tuvo un costo cercano a los 620 mil pesos.

Sus favoritas
Manuel Torres Félix vivía en el monte. Su rabia creció y se alimentó con una materia prima: el homicidio de uno de sus hijos, Atanasio, en abril de 2008. Estos ataques se dieron luego del resquebrajamiento del cártel de Sinaloa y las pugnas con los hermanos Beltrán Leyva.
Rara vez, confiesan fuentes, venía a la ciudad. Y no pasaba más allá de Cosalá. Conocía la serranía culichi y sus alrededores, sobre todo en el sector sur, porque era su casa, su viento, su predio y su patio. Desde ahí operaba y controlaba, al servicio de Ismael Zambada García, el Mayo, uno de los líderes de esta organización criminal.
La información oficial indica que los militares le dieron muerte en una zona deshabitada, cerca de Oso Viejo, la madrugada del sábado 13 de octubre. Otras fuentes cercanas a este grupo indican que los uniformados le tendieron una pinza hasta que lo cercaron, y luego lo ultimaron.
Pero hay sospechas y no pocas: versiones extraoficiales indican que cuando el Ejército lo tuvo en sus manos ya estaba muerto, que tenía más golpes que balazos, una fractura expuesta de codo, tal como se aprecia en una de las fotografías que circulan en las redes sociales.
De acuerdo con información que contiene el peritaje realizado por la Procuraduría General de la República (PGR), se registraron seis lesiones de bala, una en el tórax anterior, otra en el posterior, una más en el abdomen, otra en el brazo izquierdo, una en un muslo y otras más en la pierna izquierda.
La causa de la muerte, según a conclusión pericial, fue por laceración pulmonar en ambos pulmones. La posición del occiso fue decúbito dorsal.
El cadáver duró en el Servicio Médico Forense desde la mañana del sábado hasta la noche del lunes. Pero nadie explicó porqué la noche en que supuestamente cayó abatido, elementos del Ejército mexicano levantaron el cuerpo y se lo llevaron al Semefo sin las actuaciones previas del Ministerio Público.
El cadáver fue paseado y retenido cuantas veces se pudo, al parecer por decisión de familiares: desde la noche del lunes y todo el martes en la funeraria, el miércoles una misa matinal y su traslado a los pueblos donde era conocido, y el jueves de nuevo a la funeraria y luego, durante la tarde, a Jardines del Humaya, a la tumba donde está su hijo Atanasio.
En los pasillos de la funeraria están sus parientes, amigos, vecinos y allegados. Todos parecen tristes, pero en paz. Resignados a la fuerza. Tranquilos, al final. Sueltan el aire: saben que murió un hombre con fama de sanguinario, a quien velan como un hombre apacible, de bien.
—¿Te quedó debiendo? —preguntó un hombre a un músico que acudió al funeral.
—No, ¿por qué?
—Para que te pague la familia. Porque si no, ya te chingaste.
—Ni modo. El señor fue bueno con nosotros. Vine a despedirlo.
El Señor, el Ondeado, el M1. Hermano de Javier Torres Félix, el JT, preso en Estados Unidos por narcotráfico. Ejecutor fuerte, duro: cercenador, decapitador y firmante de mensajes fúnebres dirigidos a sus enemigos, los Beltrán Leyva. Su firma, ese machete grande que dicen estaba chapeado en oro, fue la rúbrica en muchas, por no decir que todas, sus ejecuciones.
—¿Y cuál canción era la que más le gustaba al Señor?
—Carta a Esther… y Flor de Dalie.
Y se puso a cantarlas. Ahí, a capela. A solas.
¿Y los periodistas?
A cada foto, un militar. Un militar sin rango que dice: “¡Identifíquese!”. Y pide que no le tomen fotos, que no salga su cara. Con esa condición y luego de pedirle permiso al oficial a cargo del operativo, permite que se tomen gráficas del actuar de la tropa, los retenes, las revisiones que realizan los enviados por la Novena Zona Militar.
Bulevar Zapata, Manuel Bonilla y Domingo Rubí. Retenes, tanquetas, camionetas artilladas. Preguntas y más preguntas. Miradas afiladas. Miradas que miran y apuntan y sostienen la mirada con sospecha. Nadie, ningún periodista, en la escena, los camellones, las banquetas, tomando nota.
La “línea” —de los medios, del narco o del miedo—, confesaron algunos, fue no acudir a la funeraria por seguridad, porque no era un “narco pesado” y sus familiares les habían echado la camioneta encima a los reporteros que acudieron al Semefo el lunes que les entregaron el cuerpo, para evitar confrontaciones con la Policía o el Ejército, o con amigos. Nadie, nada.
El narco acecha, el Gobierno cede, los medios callan. La rendición de la pluma, libreta, cámaras y micrófonos frente a los mequetrefes de fusiles automáticos: el abandono de los periodistas a sí mismos y por lo tanto a la sociedad, el imperio del silencio postrado, la mordaza autoimpuesta a punta de amenazas, el fracaso del oficio y la renuncia de facto a la obligación moral de cubrir, reportear, escribir, informar.
Y ganó el encierro. Y los medios anunciaron, con su actuar, el repliegue. Y que hablen los poderosos, que tableteen las armas y corra la sangre: al cabo que nadie oye, nadie ve. El páramo de una ciudad triste. Muerte y silencio. Ganan los malos.

Caravana desnutrida
Un flaco desfile siguió el féretro, que iba en una camioneta blanca, casi color crema, modelo Gran Cherokee. Zapata, Obregón al sur, Costerita y al final la carretera México 15, hacia los terruños del Ondeado: de El Salado para arriba, Santa Cruz de Alayá y puntos intermedios.
Ocho vehículos, no más, siguiendo el cortejo. Un par de camionetas de modelo reciente y otros carros no tan viejos. Tres patrullas del Ejército y dos de la Policía Estatal, discretas y a distancia. Silentes, vigilantes. Pero dieron vuelta en u cuando terminó la mancha urbana, antes de llegar al cerro de El Tule.

Déjenme solo
Dicen los cercanos que pidió, ordenó: “Déjenme solo”. Que ya estaba cansado. Harto. Que sabía lo que venía y que había decidido enfrentarlo él y no quería a nadie más. Cuentan, casi a manera de mito, que siguió a pie entre el monte y los predios de plantíos de temporal, que pidió ayuda y las puertas se cerraron. Solo, solo, solo.
Así lo dejaron y así murió. Las versiones de las autoridades indican que fueron calibres pequeños los que perforaron su piel, pero que también tenía muchos golpes, que los militares nomás llegaron por el cuerpo, que no hubo tal balacera y que por ahí, cerca de donde lo recogieron, había fiesta.
Y en esas fiestas, aseguran, siempre hay muertos.
Solo ahí, entre los matorrales. Parecía sonreír ese cadáver. O ironizar: dónde quedó el Ejército que comandaba, dónde las armas. Porque en el funeral estuvieron pocos. Porque al cortejo asistieron menos.
Porque así lo pidió, dicen. “Déjenme solo”.
Y solo se quedó.

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