Latinoamérica
en tiempos de lawfare: riesgos y consecuencias
Mario Ramón Duarte
Hoy por
hoy nuestra región Latinoamericana no sigue ajena a las innumerables
embestidas, organizadas e implementadas por potencias extranjeras con plenos
intereses en este último rincón del mundo; una zona de vital importancia
geoestratégica, quizás la de mayor importancia en los próximos 50 años, debido
a los múltiples bondades que ofrece para toda la comunidad mundial, empezando
por los recursos naturales, pasando por las riquezas vírgenes por descubrir en
zonas aun inexploradas por la raza humana para culminar con la contaminación de
nuestras aun frágiles democracias pero que garantizan a nuestros ciudadanos una
vida en paz y plena para su normal desarrollo.
Una de
esas embestidas en tantas sufridas estos últimos años, sobresale como una
especie de moda en Latinoamérica la guerra jurídica o lawfare, una palabra inglesa de reciente acuñación
que aún no figura en el Diccionario Inglés de Oxford y es una contracción gramatical de las palabras "ley" (Law) y "guerra" (warfare), esta última para describir
una forma de guerra asimétrica,
define "Guerra jurídica" como el uso
ilegítimo interno, o del derecho
internacional con la intención
de dañar a un oponente, consiguiendo de dicha manera la victoria en unas relaciones públicas, paralizar financieramente a un oponente, o atando en
el tiempo a estos para que no puedan perseguir otras empresas como presentar
sus candidaturas a cargos públicos. El término "guerra jurídica" se
usa más comúnmente como una etiqueta para criticar a los que utilizan el
derecho internacional y los procedimientos legales para hacer reclamaciones
contra el Estado, especialmente en áreas relacionadas con la seguridad
nacional.
Son varios los juristas y expertos
que se han pronunciado sobre esta problemática en cuestión. Hay voces que
expresan que desde el final de la guerra fría, Estados Unidos prefiere tener el
control sobre Latinoamérica por vías de apariencia democrática, como ser a
través del control del Poder Judicial; sin emitir juicio personal sobre el
mismo, nuestro país es una muestra acabada de ello, al menos la realidad va
marcando y demostrando esta modalidad con varios dirigentes del campo popular,
mas allá de los diferentes casos, para no generalizar la cuestión.
Las características más comunes que
se perciben y que en la actualidad parecieran ser algo normal en cualquiera de
nuestros países hermanos, debido al silencio sepulcral de quienes tienen la
responsabilidad, puesto que fueron elegidos legítimamente en elecciones
democráticas para representar y defender al pueblo de estas embestidas, están
rodeadas de un inentendible silencio sepulcral. Entre esas características a la
que se ha hecho mención precedentemente son: Jueces vinculados a una
determinada parcialidad política, testigos pocos fiables, ausencia de pruebas,
implicación de los grandes medios de comunicación, condena decidida de
antemano, entre otras, prácticamente en resumen, un disciplinamiento estricto,
que en nada ayuda a consolidar las instituciones democráticas.
Según un sondeo
de Américas Barometer, se estima que un 19% de la población latinoamericana
paga sobornos. He ahí una posible explicación antropológica y cultural. Sea
real o percibida, lo cierto es que el explosivo crecimiento de las redes sociales,
la expansión de una clase media políticamente muy activa y la extendida
percepción de que las instituciones y las estructuras económicas favorecen a
una pequeña élite han disparado la visión de la corrupción como uno de los
mayores problemas.
“Te ayudo a
ganar elecciones y tú me das esa concesión millonaria”. Este modus operandi,
particularmente potenciado por la gigantesca constructora brasileña Odebrecht,
se ha normalizado. Y los antiguos gobiernos de izquierda (particularmente el
argentino y brasileño), salpicados por las declaraciones incentivadas por leyes
que favorecen la delación, aún no han hecho autocrítica, seguramente por miedo
a que podría usarse en su contra, obviando que la verdad tiene una fuerza
propia. No obstante, las ex presidentes Cristina Fernández de Kirchner y Dilma Rousseff,
la primera encausada por corrupción y la segunda destituida tras un golpe de
Estado institucional, han lanzado un mensaje en el que destaca el concepto
“lawfare”, criticando la utilización del aparato judicial como arma para
destruir a la política y a los líderes opositores.
Entre otros ejemplos o
casos emblemáticos en la región podemos mencionar los casos de: El 24 de enero de 2018 el Tribunal Supremo de
Brasil ratificó la sentencia contra el que fuera presidente del país y candidato
para las elecciones presidenciales, Lula da Silva, condenado a 12 años de
prisión por corrupción. Acabó en prisión en abril de 2018 y resultó
inhabilitado para la elección presidencial.
El 9 de abril 2018 la
Fiscalía de Colombia ejecuta una orden de captura con fines de extradición de
los EEUU contra el diputado electo del partido FARC y responsable de la
implementación del Acuerdo de Paz Jesús Santrich, por un supuesto delito de conspiración
para exportar cocaína a los EEUU. Desde entonces permanece en prisión, apartado
de la implementación del acuerdo de paz y sin haber podido tomar posesión de su
escaño en la Cámara Legislativa a pesar de no existir acusación alguna contra
él en Colombia.
El 3 de julio de 2018
se dicta por un tribunal de Ecuador una orden de prisión y captura
internacional contra el ex presidente Rafael Correa. Previamente, el 14 de
diciembre de 2017, era condenado a seis años de prisión el vicepresidente Jorge
Glas, acusado de corrupción. Y el 17 de junio de 2018 era capturado en Madrid,
por solicitud de Ecuador, Pablo Romero, quien fuera parte del equipo de
Gobierno de Rafael Correa.
Una perspectiva
lógica señala a esta modalidad como un tipo de guerra sin armas y de
apariencias democráticas con tres modalidades de ataque minucioso en tres
dimensiones, ellas serian: Geográfica:
los atacantes eligen el campo más ventajoso, en este caso un tribunal que mejor
atienda su objetivo de acabar con su opositor. Dos: entramado de una ley
específica para esa guerra. Y tres: los medios de comunicación para crear una
sensación de presunción de culpa. Las estrategias del “lawfare” pasan por
abusar de las leyes vigentes para deslegitimar y perjudicar la imagen del
adversario. Usar el proceso legal para cercenar su libertad, intimidarlo,
silenciarlo, influenciar negativamente a la opinión pública para anticipar la
sentencia condenatoria y cercenar el derecho a una defensa imparcial.
Los objetivos
que se persiguen son similares a los que otrora buscaban directamente las
Fuerzas Armadas: deslegitimar y perseguir figuras políticas populares opuestas
a sus intereses. Y lo hacen a través de expertos, que manejan el lenguaje
jurídico, en contraposición al lenguaje contaminado por la política. El proceso
de recorte del Estado y de lo público incluyó la reforma jurídica como parte de
la batalla contra la ineficiencia del Estado. La corrupción venía de la mano de
una mala gestión de los políticos que creían e impulsaban lo público, y debía
ser extirpada para devolver la supremacía de lo privado.
En ese sentido,
no resulta sorprendente constatar que la persecución judicial se ha exacerbado
contra funcionarios de gobiernos donde el Estado recuperó su protagonismo en
materia económico-social, agrandando al Estado y revalorizando lo público. Y se
ha cebado con los líderes latinoamericanos que impulsaron ese cambio.Tampoco
pueden pasarse por alto el «timing político», ya que el caso judicial (como
arma) se hace público en momentos de alto coste político para la persona o
grupos que son desprestigiados; la reorganización de los aparatos judiciales, las
élites, con el control del aparato del Estado, colocan en espacios clave a
«técnicos» (abogados, jueces, fiscales) vinculados al poder de turno para atacar
al adversario y prevenir situaciones hostiles que puedan provenir de este; o el
doble rasero de la ley: pueden salir a la luz varios casos, pero se elige hacer
seguimiento a unos para producir consentimiento sobre la corrupción como
enfermedad del Estado y de lo público, y se invisibilizan o desestiman otros,
como es el caso de las empresas offshore que Macri tenía en Panamá.
Por último, y
más allá de gobiernos de izquierda o derecha, sumado ahora a nuevos actores,
pero nunca para bien sino a tono con la decadencia moral de estos tiempos el poder judicial que
permitió que América Latina fuera uno de los continentes con más corrupción
institucional en muchos casos se benefició de ella, que nunca fue capaz de
combatirla, ahora se ha convertido en un arma de intervención directa en los
asuntos políticos internos, al servicio de los intereses de las oligarquías y
fuerzas conservadoras foráneas y locales. La guerra jurídica implica un gran
retroceso en los procesos de fortalecimiento institucional de los países de
América Latina. El Poder Judicial debería mantenerse al margen de la
confrontación política para evitar repetir fracasos institucionales de otras
épocas que le causaron graves crisis de legitimidad y el desafecto popular.
Esta injerencia en los asuntos políticos supone la anulación de la
independencia judicial por su consciente politización, y provoca
irremediablemente la desaparición de la división de poderes que sustenta el
Estado de Derecho. El lawfare se ha convertido en uno de los mayores peligros para
la democracia en todo el mundo y en especial en América Latina.