Brasil y México, una encrucijada
Juan Pablo Calderón Patiño
Por más que haya intervalos de diversas
ópticas, nadie puede negar que si Latinoamérica de verdad quiere tener un papel
más allá de la retórica del anhelo vitalicio de la integración, debe transitar
por el diálogo entre Brasil y México. En los dos Estados se concentran más de
la mitad del PIB de la región, de las corrientes de inversión extranjera
directa, de la población y del territorio, ni más ni menos. En la última década
pareciera que la región se dividió entre la “Latinoamérica del Norte” con
México, el espacio centroamericano y el caribeño, y el Cono Sur, que conjuntó
una serie de organismos propios. Salvo la Comunidad de Estados
Latinoamericanos y Caribeños fundada en 2010 ―una especie de Organización
de los Estados Americanos sin Canadá ni Estados Unidos―, la integración de la
región tuvo una inminente bifurcación.
Brasil y México comparten una ruta
peculiar, en tramos parecida, como fue el proceso de industrialización que a
ambos les permitió crecer por arriba del 6% anual entre la década de 1930 y la
década de la pesadilla de la deuda externa de 1980. Si el camino por el
nacimiento de sus respectivos Estados fue tan singular, como el brasileño que
no lanzó ninguna bala, el de México fue el de un río sangriento que continuó su
cauce fatal en la Revolución de 1910. El recorrer del siglo XX, con modelos
políticos tan dispares, conjuntaron, en especial, desde 1985, en Brasil con el
retorno a la democracia y en México con la apertura del pluralismo político,
una “democracia mitigada” que en los dos países mantuvo procesos de altibajos.
Hoy, con apenas un mes de diferencia en
las tomas de posesión de México y Brasil, han vuelto a redefinir un nuevo punto
de partida en sus democracias. Un primer gobierno de un partido de izquierda
(aun cuando en el propio Partido Revolucionario Institucional la izquierda
cardenista o la peculiar de Adolfo López Mateos, son antesala histórica) ha
llegado al poder haciendo sucumbir en las urnas a las opciones clásicas de la
política. En Brasil, con un sistema de partidos atomizado y con una crisis sin
igual en el Partido de los Trabajadores por el desgaste de gobernar 13 años,
arriba un político ultraderechista y de estirpe militarista.
Si bien las relaciones entre Estados
democráticos se dice que no tienden a escalar en conflictos, en este caso la
personalidad de ambos líderes jefes de Estado tan dispares ideológicos, pondría
a prueba dicha máxima. Bolsonaro que pasó más de 2 décadas como legislador
federal y transitó por ocho institutos políticos, ha dicho que el pueblo lo
eligió porque quiere menos Estado y más mercado. En México, la crítica lopezobradorista
al neoliberalismo pareciera que busca lo contrario confirmando, al menos en su
narrativa, un regreso a las políticas que antecedieron a 1982 cuando la ola
tecnocrática invadió los espacios públicos de México. El otrora capitán del
ejército brasileño apunta a las “recetas de siempre” que desde la ortodoxia de
la Universidad de Chicago tuvo en el Chile de la dictadura su primer
laboratorio en Latinoamérica, el camino neoliberal.
Entre
China y Estados Unidos
Los dos países, primero miembros del G-5
junto con China, la India y Sudáfrica, y que después fueron invitados a
integrarse al G-20 por el peso de sus economías nacionales, están inmersos en
una correlación de fuerzas geopolíticas y de intereses de Estado que buscan una
nueva época entre dos actores fundamentales, China y Estados Unidos. La
arrogancia de Donald Trump, secundada por algunos mandatarios latinoamericanos,
ha renacido en la lacerante Doctrina Monroe, de “América para los americanos”.
El aparente olvido de Estados Unidos en el hemisferio ha sido cuestión de
diversos gobiernos en la Casa Blanca y esos espacios han sido llenados por
China que no es casual que ya es el primer socio comercial de países como
Brasil y Chile, país con el que Bolsonaro plantea una alianza estratégica.
México, por razones naturales en su dependencia comercial y económica con
Estados Unidos, enmarcada por el Tratado de Libre Comercio de América del Norte
(TLCAN) y su destino, aún a la deriva ante la nueva conformación del Congreso
en la capital estadounidense, no mantiene una relación estrecha en lo comercial
con China, y las acciones de López Obrador en sus primeras semanas de gestión
han sido un perfil bajo, por ahora en la relación bilateral más importante para
los mexicanos.
López Obrador ha dejado constancia de
que la agenda internacional de México no es un tema que guarde prioridad aún.
Fue quizá uno de los últimos mandatarios electos que en el largo período de
transición de 5 meses no realizó ninguna visita al exterior. En otras ocasiones
era la oportunidad para delinear prioridades y dar mensajes contundentes en
determinadas causas y zonas geográficas. Brasil era una escala en las antiguas
giras de presidentes electos mexicanos al Cono Sur. Sin ser declarado
presidente electo por la autoridad electoral, el entonces presidente Enrique
Peña Nieto invitó a López Obrador a la XIII Cumbre de la Alianza del Pacífico
con el Mercosur, que tuvo lugar en Puerto Vallarta el 24 de julio de 2018.
López Obrador aceptó la invitación, pero días después canceló al argumentar que
no tenía la investidura cuando la verdad asomaba otros elementos más del índole
transicional interno. Una de las reuniones bilaterales, la más importante para
muchos analistas, era el encuentro con el Presidente de Brasil, Michel Temer.
Su realización como primera aproximación hubiera sido importante por los intereses
de ambos Estados, con independencia de sus gobiernos en turno por más que
Brasil semanas después tendría su proceso electoral presidencial.
La
relación comercial
Abundantes textos han hablado de la
relación económica y comercial entre mexicanos y brasileños para sostener que
aún están lejanos la proyección de 18 000 millones de dólares conjuntos. 10 000
millones de dólares más en los próximos años no se ven tarea fácil cuando la
histórica animadversión de ciertos grupos empresariales y oficialistas de Brasil
se ha traducido en el libre comercio.
La renovación del Acuerdo de
Complementación Económica número 55, que en marzo de 2019 tiene fecha para
llegar al libre comercio en la joya de la corona, el sector automotriz, tendrá
su primera prueba de fuego entre los gobiernos de López Obrador y Bolsonaro.
México y Brasil son los gigantes de una industria automotriz en transición a
una nueva era global en la movilidad. México como sexto productor mundial de
vehículos ligeros y el cuarto exportador, hace 4 años rebasó a Brasil como
principal productor automotriz latinoamericano. La complementación entre estos
dos mercados tiene complementariedad en sus mercados internos. Brasil tiene un
gran mercado interno con poca exportación automotriz manteniendo tasas de diversificación
y México, tiene un deprimido mercado interno combinado con un auge exportador,
pero con un solo comprador que absorbe más del 80% de las exportaciones
automotrices mexicanas.
A la relación comercial se debe poner un
complemento que muchas veces el discurso presidencial lo toma de manera
marginal y es la inversión mexicana en el exterior. La mayor parte de estudios
serios ubican que capitales mexicanos en Brasil superan los 30,000 millones de
dólares y van desde sectores como el hotelero hasta telecomunicaciones. La
inversión brasileña en México es menor a la mexicana por una diferencia de poco
más de 10 000 millones de dólares, nada despreciable, en especial en el sector
energético. Las medidas que impulse el nuevo gobierno de Brasil con impacto en
inversiones mexicanas deben estar en el mirador de la política exterior de
México para garantizar que todo proceso sea llevado bajo el Estado de derecho.
La experiencia venezolana en expropiaciones a plantas cementeras mexicanas es
un antecedente para la diplomacia mexicana en Brasil y en otros países. El
empresariado de los dos Estados es un actor de suma importancia además de las
trasnacionales que tienen en ambos países plataformas de producción y
exportación de gran dimensión. El caso Odebrecht, que en México no ha llevado a
nadie a la cárcel, podría tener una nueva fase con los nuevos gobiernos con
serias implicaciones, si de verdad México busca el espacio cabal de las leyes y
dar una lección a la corrupción. El caso Odebrecht, con independencia de su
derrotero, es ejemplo de que la corrupción no es exclusiva del sector
gubernamental y esa marca deberá resguardar repetir lamentables casos que
minaron la confianza ciudadana y empañaron a diversas personalidades de la
política y la empresa.
La
política exterior
La nueva edificación de las alianzas de
Brasil con Trump e Israel estará transformando la geopolítica de la región con
situaciones candentes como las crisis de Nicaragua y Venezuela, pero también en
el escenario mundial en los organismos internacionales. A ello se le debe sumar
el cuidado de más de 16 000 kilómetros de fronteras nacionales de Brasil, las
mismas que afianzó el legendario diplomático, el Barón de Río Branco.
Itamaraty, la casa diplomática brasileña
de tanto reconocimiento, ya empezó a tener los primeros choques, en especial
con el Ministerio de Comercio que parece le quitaría “parcelas de funciones” a
los diplomáticos de carrera. En un régimen presidencial y federal como el de
Brasil y México, cuya responsabilidad en la política exterior es del Ejecutivo,
Itamaraty tendrá más que ejecutar las decisiones de Bolsonaro a un costo
extremadamente alto para Brasil, iniciando por un canciller brasileño que,
aunque de carrera, no oculta su admiración por Trump. Los organismos
internacionales, tanto regionales como especializados, verán entre los dos
grandes de Latinoamérica una lucha que, si bien pasa por la antítesis de sus
posiciones, México ―resguardando su histórico papel en el multilateralismo―
tiene mucho que aportar en el cambio climático, el fenómeno de la migración, el
respeto a las minorías indígenas y los derechos humanos de toda generación,
además del baluarte de defensa en el comercio mundial que, con sus luces y
sombras, es preferible tenerlo ―que es la Organización Mundial del Comercio por
cierto dirigida por un brasileño como funcionario internacional―.
En México existe alarma que la nueva
relación entre Trump y Bolsonaro descubra nuevas oportunidades, en especial, en
la exportación de alimentos brasileños a Estados Unidos. Brasil es gigante en
cítricos, café, piña y en muchos cultivos más, pero la lógica real cifrada en
logística, y lo que los economistas llaman “preferencias y gustos del
consumidor”, serán fundamentales para que México no pierda escaños como gran
abastecedor del mercado estadounidense. Brasil deberá también sopesar que Chile
y México, como miembros de la Alianza del Pacífico, y que con los nubarrones
del TLCAN, el gobierno mexicano anterior inició compras históricas de maíz
brasileño para diversificar la dependencia con los cerealeros de los estados
que votaron por Trump. Argentina, que con certeza de Estado buscará un
contrapeso frente al Brasil de Bolsonaro, es otro espacio para compras de
granos básicos para México además de madurar alianzas de intereses recíprocos.
Optimismo
escaso
Brasil y México tendrán una nueva época,
pero el optimismo es escaso para alimentar la relación. Los intereses de Estado
estarán en un aparador frágil entre dos países que los une su riqueza, pero
también su mayor afrenta: la desigualdad y déficit social. Su riqueza
energética, Brasil con 45% de la matriz energética renovable del planeta y
México también una potencia en ecosistemas, tendrán diferencias en el cambio
climático, que el equipo de Bolsonaro lo ha catalogado como “alarmismo
climático”. Brasil, ya no es desde hace años el “eterno país del futuro” y
México, tampoco es el país “exclusivo” de lo que se imaginó desde la apertura
comercial, una “Norteamérica” que creían en el dogma de integración, eterna. Es
difícil ser optimista en la nueva época donde el realismo dicta que
“administrar la relación” será el cauce entre Brasilia y la Ciudad de México.
Si Alfonso Reyes divisó con magistral pluma e inteligencia al país amazónico en
su texto El Brasil es una castaña, la nueva designación de
embajador mexicano en la moderna Brasilia será toral para identificar oportunidades
y retos. Los 30 millones de votos para López Obrador y los 57 millones de
sufragios para Bolsonaro son un apoyo legítimo, sin duda, pero no un cheque en
blanco para todos los mexicanos y brasileños.
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